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Goliadkin y yo

“Todo llega a su debido tiempo si uno sabe esperar”, espeta irónicamente el señor Yakov Pretovich Goliadkin, triste funcionario público en Rusia cuyo puesto en el escalafón saltean las autoridades ante la designación para una vacante. Calculador, miserable y paranoico, el protagonista de “El otro Señor G” cree que sus compañeros urdieron una conspiración en su contra y truncaron su ascenso. Y su psiquis se resquebraja cuando se dispone a una batalla que lo sume en el ridículo y la decadencia.

Al abandono en que Goliadkin empuja los prospectos soviéticos del buen comportamiento sucede el desprecio general que insufla nuevos argumentos en la percepción del mundo con que analiza los hechos. Llaga hedionda y sin sutura, su reacción ante el injusto nombramiento supura lo peor de sí mismo y las personas que lo rodean, tal como su mente las construye.

Y es que la adaptación que hace Alfredo Martín sobre “El Doble”, novela que escribiera Dostoievski, le muestra al espectador la viscosa y fría pesadilla en que se hunde Goliadkin a medida que su recelo crece. Pero también la maliciosa indiferencia con que la sociedad saborea el desplazamiento del delirante y el cálido cobijo con que agasaja a los adulones.

Tema recurrente de la mejor literatura, el problema del desdoblamiento y la escisión entre el sí mismo y el otro recrudece con el avance de la historia. Así, Goliadkin se pregunta y repregunta si acaso no se trata de máscaras que se esconden debajo de otras máscaras, y enuncia su pavor ante la posibilidad de que tras el último velo no exista nada.

Como el alter ego de Jorge Luis Borges, el otro Señor G se nutre y vive del original, come sus pasteles y se deleita con la belleza de la princesa que ama el auténtico. Por momentos, Goliadkin tiene la certeza de que él trabajó y ascendieron al impostor, quien se emborracha a costa de su resaca y progresa cuanto más lo asfixia.

Ambulaciones y extravíos infinitos profundizan el abismo que separa al protagonista de su entorno, y lo ahogan en sus propias cavilaciones. Del palacio en San Petersburgo a su modesto hogar y del bar a la oficina del trabajo la duda que lo aguijoneará permanentemente será “cuál es el verdadero Goliadkin”, si es posible que alguno sea de veras quien es.

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