Descubrí a Dostoievski a los 16 años, sin saber que esas lecturas, marcarían parte de mi vida. Soñé con el crimen de Raskolnikoff, temí al padre de los Karamázov, me fasciné con las maneras de Grúshenka y aposté el todo por el todo con El jugador.
Lo ruso siempre fue para mí, algo que doblaba mi naturaleza, un paisaje humano que me llevaba a otra dimensión, ajena como la nieve, pero al mismo tiempo no menos propia, por soñada. Cuando descubrí a Kafka, volví a visitar ese mundo, aunque ahora ya, diseccionado en sus anécdotas; profundo en sus ambigüedades y llevado a un despojamiento tal, próximo a una desnudez, que paradójicamente lo enriquecía.
Diez años después, como médico, cuando empecé con psicoanálisis, me obsesioné con un texto freudiano: Lo ominoso. Volví a recordar esos pasajes siberianos y comprendí que lo familiar, (Heimlich) puede dar lugar a lo más siniestro (Unheimlich) y que pescar “nuestra imagen inadvertida” en un vidrio espejado puede dejarnos tan perplejos como una película de Hitchcock.
En El doble (1846) me encontré con todo esto y mucho más y me volví a obsesionar. De inmediato avizoré una obra de teatro contenida en esta novela y el hecho de que no hubiese sido comprendida por la subjetividad de su época, agregaba un elemento fascinante a mi decisión de adaptarla.
El pasaje del texto literario a lo teatral me llevó mucho tiempo y presentó distintos desafíos, imposibles de manejar hasta que apareció un trayecto y un tiempo: como manejar el tema de la duplicidad sin gemelos, contando con la actuación; como contar la subjetividad disociada de un protagonista, sin caer en monótonos parlamentos y/o cuestiones psiquiátricas. Como darle peso a la pirámide burocrática para servirse de ella como punto de partida de una conspiración.
Hubo una imagen generadora que me apareció un día en relación a la fiesta del palacio Olsufi: un hombre, el protagonista intentaba colarse en ella atravesando un cortinado y desde ahí empecé a escribir hasta llegar a una 1º versión.
Mi primer intento fue con tres actores, fallido y aleccionador.
Había algo supernumerario en ese mundo que demandaba muchos cuerpos en escena. De la duplicación pasaría a la serie y de allí a la uniformidad. El terreno para que habiten, el ideal y el diferente; el brillante y el opaco; el trabajador y el oportunista. A partir de allí aparecerían las versiones. En la ultima la escena teatral ya estaba absolutamente presente y el texto del “Otro señor G”, ya no era un objeto, porque se oía su respiración.
Nota publicada en la revista XXIII, jueves 22 de noviembre de 2007